miércoles, 10 de septiembre de 2014

AMIGOTES


Existen tres etapas en la vida muy diferenciadas en cuanto a nuestras relaciones con los amigos. La primera, claro está, es la de nuestra infancia. Allí, nuestras posibilidades de obtener amigos tenían algunas limitaciones. La distancia mayor a una cuadra era un condicionante importante. La aventura de cruzar la calle o doblar la esquina presuponía un cercanía importante al sopapo de mamá. Esto determinaba optar por los egoístas de al lado sin pensar en el pibe de a la vuelta, siempre presto a compartir su scalectric. La condena a jugar con la prima que siempre tenía la costumbre de llorar si no se jugaba a las muñecas o con la otra que nos tiraba el pelo por cualquier motivo, se tornaba en una injusticia terrible.
Una vez obtenido el permiso de desarrollar nuestro espacio geográfico la cosa se ponía más interesante. El espectro se ampliaba y nuestra capacidad de elección comenzaba a descubrir nuestros valores: Elegir al rubio de los mejores juguetes o al tronco dueño de la número 5 en lugar del morochito de la pelota de plástico ya era una decisión que nos marcaría en el futuro inmediato. El importarnos si en casa del gringo se servía coca o leche chocolatada en la merienda o café con leche como en la nuestra era también un símbolo de nuestros valores inculcados.
Pero Mamá y Papá siempre ponían límites a nuestras compañías. Decían no a los más revoltosos y a los más vagos sin importarles nuestros afectos u preferencias. “Dime con quién andas y te diré quién eres” era una fundamentación contundente a la hora de nuestros porqués y un tirٕón de orejas el castigo a nuestra desobediencia. A escondidas, algunos rebeldes manteníamos estas amistades prohibidas y otros, más sumisos, se aburrían con los elegidos por nuestros mayores. Claro que esa etapa, casi la única parte fea de nuestra niñez, tenía un final que daba paso a una segunda.
La escuela secundaria y la universidad quedaban más lejos de los ojos de la vieja y allí tomábamos nuestras propias decisiones y nos juntábamos con tipos de toda calaña. En mi caso personal - vaya uno a saber porqué-, prefería siempre a los peores del grado (capaz porque ya era peronista y aún no me daba cuenta). Repitentes, soñadores, melenudos, leales, atorrantes, compañeros, indisciplinados, solidarios y tan divertidos como incorregibles. La Canción de Serrat “Las Malas Compañías” expresa impecablemente esta etapa de decisiones indispensables para ser felices.
Por suerte para mis viejos, uno seguía siendo el mismo que habían modelado. Terminaba de estudiar los viernes para disfrutar de mis amistades todo el fin de semana sin cargos de conciencia los domingos por la noche. Esta felicidad a veces tenía costos. Algún uno por dejarlos copiar un examen, algún acto sin llevar la bandera por algún chiste desafortunado y alguna señorita no conquistada por el delito de asociación ilícita. Y todos los diciembres y los marzos pasarla ayudándoles en todas las materias que los señoritos se llevaban. Y tomar decisiones de vida: No viajar a Bariloche si a algunos de ellos los viejos no podían costearles el viaje. No concurrir a determinada fiesta de 15 si los impresentables no estaban invitados o no había una ventana por donde podrían colarse. Y sentíamos, como decía un tal Cristo, que no había nada más hermoso que dar la vida por los amigos. Quizá sea por eso que, aunque pasen los años, difícilmente olvidemos a los amigos cosechados en esta etapa de la vida.
El problema fue cuando llegaron ellas. Esas, que les encantaba el tema de Joan Manuel pero que, ya casadas, lo adjudican a un error de adolescencia. “Dime con quién andas y te diré con cuales te dejo juntar” parece ser la consigna. ¿Con quien vas a salir? Es la pregunta de difícil respuesta. Si el compañero de salida es soltero, divorciado o atorrante ni se te ocurra dar el nombre. “¿Por qué no te juntas con el marido de mi amiga, que es un tipo encantador?”; sugieren intentando vendernos al clásico pollerudo que encima tiene menos gracia que un mono muerto tirado en el piso. “¿Hasta cuando vas a mostrarte con semejante fracasado?”; disparan para describir a nuestro preferido, ese al que nunca le importó la plata pero que te hace “millonario de risas”, como decía el poeta.
Elegir es un derecho relativo como pocos. No ejercemos la potestad de cómo, donde, y cuando nacer y en muy contadas ocasiones optamos por la manera de morir.
Pocas veces es posible elegir un trabajo. Son contadas las ocasiones en donde “hacemos lo que nos gusta y encima nos pagan por ello”. Solo unos pocos logran tener la profesión o el oficio que soñaron de pibes. (Por eso es que hay tan pocos astronautas, bomberos, aviadores o capitanes de barco)
La mayoría de las veces eligen por nosotros nuestro club preferido. A veces no sabemos ni que es una pelota y ya andamos con el carnet de Racing como chupete o con la camiseta de River que ese tío pelotudo o ese padre castrador decidió comprarnos.
La mitad de las veces nuestra familia decide si somos peronistas o radicales y la otra mitad ese espíritu reaccionario nos hace del partido contrario para darle dolores de cabeza a nuestros pobres viejos.
Nunca se eligen los parientes ni los vecinos, casi nunca sabemos en que lo se transforman las esposas o los gobernantes elegidos y no siempre tenemos opciones frente a las novias o a los socios.
Es menester mantener la posibilidad de elegir a los amigos de manera pura e irrestricta. La obligación más importante que tenemos en la vida es ser felices y los amigotes nos la hacen más fácil. Y creo que es el casi único caso en el que el fin justifica los medios.

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